El sol apenas despuntaba en el horizonte cuando la manada comenzó a moverse con una energía distinta. Los niños correteaban entre risas, ajenos al trasfondo del día. Para ellos, aquello era una nueva aventura; para los adultos, una prueba decisiva.
Adrián observaba desde lo alto de la escalinata de la casa principal, los brazos cruzados sobre el pecho. A su lado, Leandro y Mateo aguardaban en silencio, atentos a cada detalle.
—¿Crees que funcione? —preguntó el gamma, con voz grave.
Adrián no apartó la mirada de los pequeños.
—Eso lo veremos hoy.
Mientras tanto, Emili organizaba a los niños con una paciencia natural. Sonreía, se agachaba a su altura, les hablaba con dulzura, y cada gesto suyo conseguía captar la atención de los pequeños. Ailín, su loba, murmuraba en su interior con aprobación:
—Así es como se guía… no con miedo, sino con confianza.
—Muy bien, cachorros —dijo Emili alzando la voz, lo suficiente para que todos la escucharan—. Hoy vamos a jugar a “El escondi