El amanecer pintaba el cielo con tonos dorados y rosados, como si la diosa luna hubiera decidido despedirse con dulzura antes de cederle el dominio al sol. Emili abrió los ojos lentamente, aún envuelta en la tibieza de las sábanas de la habitación que Selene le había asignado. El silencio del cuarto se interrumpía apenas por los cantos de los pájaros en los árboles cercanos y, por primera vez en años, no sintió el peso del vacío que la había acompañado desde que huyó de su manada natal.
Algo en su interior había cambiado. No solo era la sensación de pertenencia después de la ceremonia de unión la noche anterior; era una certeza nueva, palpitante, como un corazón latiendo dentro del suyo. Estaba a punto de levantarse cuando una voz resonó en su mente.
—Lo hiciste bien, humana.
Emili se detuvo, paralizada, con los ojos muy abiertos.
—¿Quién…? —susurró en voz baja, aunque sabía que la respuesta no se oiría con sus oídos.
La voz volvió, firme pero con un tinte de ternura.
—Soy