La fiesta seguía viva en el claro mucho después de que el ritual terminara. El eco de los tambores se mezclaba con las carcajadas y las voces mentales que se cruzaban entre los lobos. Emili apenas podía creer lo que sentía: aquella red invisible que ahora la unía a todos. Cada vez que pensaba algo, un murmullo de comprensión le respondía; cada vez que alguien quería dirigirse a ella, no necesitaba palabras.
¿Estás bien? —la voz profunda de Adrián irrumpió en su mente, cálida, firme.
Ella lo buscó entre la multitud y lo encontró a unos metros, con una copa en la mano, hablando con Leandro. Aun así, lo escuchaba tan claro como si estuviera a su lado.
—Sí… —contestó en voz baja, y luego se sorprendió al notar que no necesitaba hablar—. Sí, estoy bien.
No tienes que responder en voz alta.
Adrián sonrió apenas, sus ojos ámbar brillando bajo la luz de la hoguera.
Emili sintió un cosquilleo en el pecho. Era extraño, pero también reconfortante. Podía sentir la fuerza de aquel vínc