El murmullo se extendía como veneno entre los miembros de la manada. Valeria podía sentirlo, casi palparlo en el aire mientras caminaba por el territorio. Miradas furtivas, conversaciones que se apagaban a su paso, gestos de desconfianza apenas disimulados. No necesitaba sus sentidos lobunos para entender lo que ocurría: la presencia de una Alfa caída estaba fracturando la unidad del clan de Kael.
Esa mañana, mientras recogía hierbas medicinales en el límite del bosque —una tarea que le habían asignado para mantenerla ocupada—, escuchó sin querer una conversación entre dos betas.
—Kael está cegado por ella —dijo una voz masculina con desprecio—. ¿Una Alfa desterrada? ¿Y encima preñada? Es una amenaza para todos nosotros.
—Dicen que traicionó a su propia manada —respondió otra voz—. ¿Qué nos garantiza que no hará lo mismo con nosotros?
Valeria apretó el manojo de hierbas hasta que sus nudillos se tornaron blancos. El instinto le pedía enfrentarlos, mostrarles que aún conservaba la fuer