Alonso
Crucé el salón lateral del Hotel Gran Esmeralda con el corazón golpeándome las costillas. La música amortiguada del salón principal no lograba cubrir el rugido de mi propia furia. Sentía las manos hirviendo, los dedos crispados como si estuvieran cerrados sobre una verdad que no quería soltar. Martina estaba junto a una mesa; su vestido rojo impecable brillaba bajo las luces suaves, pero sus hombros rígidos y la forma en que apretaba el vaso la traicionaban. El líquido temblaba, capturando los reflejos como un faro quebrado al borde del naufragio.
—¿Dónde están? —disparé, la voz tan cortante que me raspó la garganta.
Martina parpadeó, un tic nervioso tensándole el párpado. Sus ojos se desviaron hacia Bruno, que venía detrás de mí con pasos medidos. Su presencia enfrió el aire como una corriente de hielo. La cicatriz en su mejilla brillaba bajo la luz tenue, y el leve crujido de su chaqueta de cuero me crispó los nervios como uñas contra vidrio.
—¿De qué hablas? —dijo ella, pero