Clara
El aire nocturno me envolvió como un suspiro frío, liberándome del calor sofocante del salón. Cerré los ojos y respiré hondo, con el corazón latiéndome en la garganta. Cada latido era un eco de advertencia: aún no estábamos a salvo. No del todo.
Leonardo caminaba a mi lado, sacudiendo su chaqueta empapada de licor. El olor persistente se mezclaba con la humedad del jardín, un recordatorio punzante de lo cerca que estuvimos del desastre. Lo guié hacia un rincón apartado, lejos del murmullo de la gala. La música, apenas audible, flotaba como un recuerdo lejano. El mundo seguía girando, pero para mí, todo se había detenido.
—No fue un accidente —dije en voz baja, mi mano aún en su brazo, firme, como si pudiera anclarlo a la verdad—. Esa copa tenía algo.
Él se rio, una risa hueca, incrédula. Pero la sombra de la duda cruzó sus ojos.
—¿De verdad crees que alguien querría envenenarme?
Le mostré la copa que aún sostenía, intacta.
—Nunca aceptes una bebida que llega directo a ti —dije, c