Bruno
La tormenta no cedía, y yo tampoco. El rugido de mi moto se mezclaba con el viento mientras dejaba atrás el motel, la voz de Clara —“Bruno, por favor…”— clavada en mi cabeza como un clavo oxidado. Había estado tan cerca, golpeando su puerta, sintiendo su miedo al otro lado de la madera. Pero se escaparon otra vez, como siempre, dejándome con la lluvia y la rabia. Clara, la niña perfecta que se llevó todo, seguía deslizándose entre mis dedos. No por mucho. Esta vez la encontraría, y no habría súplicas que me detuvieran.
Aceleré por la Ruta 6. Los faros de un auto se desvanecían en la distancia. ¿Eran aliados de Clara? ¿Leonardo con otro truco barato? No lo sabía, y tampoco importaba. Los había rastreado antes. Los rastrearía de nuevo.
Dos años viviendo en las sombras —huyendo de matones que me querían muerto por deudas de póker— me enseñaron a moverme como un fantasma. Clara podía tener su vida limpia, su herencia, su mundo de cristal. Yo tenía la calle. Y la calle no perdona, pe