El amanecer en Zafir rugía con tambores y vítores, un eco de poder que se derramaba desde el palacio imperial hasta las calles empedradas. Diez días de fiestas celebraban a Eros, el nuevo emperador, cuya corona brillaba como un trofeo arrancado a la muerte. Pero en Lumeria, al otro lado de las fronteras, el aire era distinto. No había excesos ni fanfarrias. Solo el susurro del viento entre los olivos y una calma que parecía sostener el mundo en pausa.
Alexandra caminaba por los jardines del palacio de Lumeria, sus pasos inseguros sobre el sendero de piedra. Todo le resultaba extraño: los saludos efusivos de los cortesanos, las risas que no escondían veneno, el cielo abierto sin el peso de las torres de mármol de Zafir. Pero, sobre todo, era Carlos quien la desconcertaba. No era como los hombres de Zafir. Carlos no imponía. Escuchaba. Y en su mirada había algo que la desarmaba: no solo bondad, sino una certeza, como si la conociera desde siempre.
Esa mañana, él la llevó a un rincón esc