87. El hijo de sombra.

Al principio no entendí que aquello era “él”, el hijo que no había pedido, el eco que había sembrado dentro de mí la noche en que las voces callaron, porque no tenía forma fija y no se movía como una criatura que respira, sino como un fragmento de humo que a veces adoptaba siluetas casi humanas y otras se desplegaba en espirales que recordaban a un ala rota o a un brazo extendido buscando algo que no sabía cómo alcanzar.

—¿Névara… eso es lo que creés que es? —me preguntó Renhal, uno de los guardianes más viejos, con el ceño tan fruncido que parecía querer atrapar la sombra con su mirada y aplastarla.

—No creo —le respondí, y sentí que mi voz temblaba no de miedo sino de la certeza de que cualquier respuesta sería incompleta—. Sé lo que es.

Pero ni siquiera yo, que lo sentía respirar desde dentro de mí, podía definirlo con exactitud; había momentos en que su presencia me llenaba de una calma densa, como si recordara el latido de un corazón diminuto dentro de mi pecho, y otros en que se
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