83. A la madre se le canta o se le mata.
El aire es denso, espeso como una cortina de humo que no se disipa, cargado con una mezcla insoportable de deseos contenidos y decisiones que se clavan en mi carne y en mi alma como cuchillos ardientes. El santuario, que hasta hace poco parecía un refugio donde las voces de las antiguas y las promesas del futuro podían convivir, se convierte ahora en un escenario de batalla final: salvar a Meira o entregarme al hijo, contener esa fuerza inasible que se escapa de toda lógica y de todo control. Mi cuerpo responde antes que mi mente, habla en un idioma ancestral que no necesita palabras, solo piel, sangre y fuego como testigos de nuestra unión y de nuestra lucha.
La penumbra de la cámara interior me envuelve, el resplandor de las velas danza como si imitara un ritual olvidado, y cada sombra parece tener ojos. Frente a mí yace Meira, su respiración temblorosa, sus pupilas ancladas a las mías como si en ellas pudiera encontrar una respuesta que yo misma no sé si poseo. El miedo no tiene es