73. Sombras que acechan.
No sé en qué momento dejo de confiar en las paredes del santuario. Quizá es cuando la piedra me devuelve un eco que no coincide con mis pasos. O cuando un cuenco de sal aparece desviado del eje ritual por segunda vez en una semana, aun cuando solo yo tengo acceso a esa cámara.
Pero es esta mañana, al leer la carta oculta bajo la ofrenda marchita de uno de los altares menores —escrita en una caligrafía desconocida, sellada con ceniza y sangre—, cuando sé con certeza que la traición se infiltra hasta lo más profundo.
Y no es reciente.
Recorro los pasillos con el sigilo que se aprende cuando el miedo ya se hace carne. La túnica me pesa sobre los hombros, no por el tejido, sino por el conocimiento. Porque cada puerta, cada mirada fugaz, puede esconder un nombre más en esa lista de traidores silenciosos que, como gusanos, se arrastran entre la devoción fingida y los rezos huecos.
Sé que no puedo confiar ni siquiera en las figuras que duermen bajo mi mismo techo. Las sombras ya no acechan d