74. El hijo que me reclama.
Nunca quise ser madre, ni diosa, ni canal. Nunca pedí llevar en la piel la marca de los siglos ni que en mis entrañas ardiera un fuego que no sembré. Y, sin embargo, aquí estoy: rodeada de cenizas que aún humean, envuelta en cánticos que nadie me enseñó pero que mi lengua reconoce como propios, con las manos ardiendo por una energía que no me pertenece y que, sin embargo, me acaricia como si siempre hubiera sido mía. Y con él, ese pequeño ser que llaman niño, aunque de niño solo conserve la forma, porque su mirada atraviesa las edades y parece contener en un solo parpadeo el origen y el fin de todas las cosas.
Me observa, y no sé si contempla mi rostro o mi alma desnuda.
Todo comienza con un temblor apenas perceptible, un aliento de bestia dormida que sacude los cimientos del santuario. Yo lo siento antes que las sacerdotisas mudas reaccionen, antes que las lámparas titilen, antes que los símbolos grabados en el suelo tiemblen como si quisieran escapar de la piedra que los aprisiona.