287. El pacto final.
El salón está sellado. No por cerrojos visibles, sino por un silencio espeso que pesa más que cualquier cadena. El aire tiene ese olor metálico que precede a los pactos —como si el hierro mismo presintiera la sangre que va a reclamar—, y las antorchas, altas y trémulas, proyectan sombras que se alargan sobre las paredes doradas, deformando los rostros hasta volverlos irreales. Todo está dispuesto como en una ceremonia antigua, uno de esos ritos que fingimos haber olvidado, pero que el cuerpo todavía recuerda.
Camino despacio entre los presentes, dejando que el sonido de mis pasos marque el compás de la tensión. A mi derecha, el emisario, pálido todavía por el veneno que casi lo mató, intenta conservar la compostura; su respiración es un hilo, pero sus ojos siguen atentos a cada gesto mío, como si necesitara confirmarse vivo al reflejarse en mí. Frente a él, el caballero —mi caballero—, aún con la herida en el pecho que nadie logró cerrar del todo, me mira con una devoción que duele. A