282. ¿Qué estás haciendo, Névara?
El palacio respira distinto cuando se prepara para el engaño. Hay un pulso que recorre los pasillos como si las paredes tuvieran arterias, como si las columnas —esas que alguna vez sostuvieron imperios— supieran que esta noche su belleza servirá a un propósito más oscuro. Miro las lámparas encendidas, el resplandor dorado que se derrama sobre los tapices, el temblor del incienso que flota como un presagio. En cada detalle hay una intención, una caricia o una herida; todo ha sido dispuesto para confundir, para enredar, para convertir el placer en una forma de control.
La velada es mía. Y ellos lo saben.
El salón es más pequeño de lo habitual, una jaula de seda y sombra en la que el aire parece suspenso. Las cortinas son de un rojo profundo, casi orgánico; las copas relucen como si tuvieran dentro la sangre de los que han brindado demasiadas veces. Hay música, suave, lejana, un susurro de cuerdas que acompaña el sonido del vino al caer. Los nobles han llegado con la falsa sonrisa de los