283. El eco de las traiciones.
El amanecer llega como una grieta pálida sobre los vitrales del palacio, filtrando un resplandor que no calienta, que apenas roza la piel como un recuerdo incierto. Camino sola por el corredor vacío, mis pasos suenan amortiguados contra las losas, y cada sombra parece tener oídos. Hay un silencio que no pertenece al descanso, sino a la espera. Todos escuchan algo detrás de las paredes, un rumor, una respiración, una traición que todavía no se atreve a pronunciar su nombre.
El aire huele a vino derramado y a flores muertas. La noche anterior, la velada se disolvió entre susurros y miradas huidizas, y cuando el cuerpo sin vida fue hallado en la alcoba dorada, nadie gritó. El miedo no tiene voz cuando se sienta a la mesa del poder. Yo tampoco grité. Solo observé cómo las manos temblorosas del sirviente intentaban cubrir con un velo la herida precisa, esa línea pálida que cortaba el cuello del noble como si la muerte hubiera querido hacer arte.
Ahora, el consejo se reúne sin confianza, la