269. El encadenado.
El aire en la sala del consejo está viciado. No por el humo del incienso ni por el perfume de los aceites que arden sobre los pebeteros, sino por la sensación de que todos aquí han olvidado cómo respirar. Las miradas se cruzan, se miden, se hieren. Yo permanezco inmóvil, con los dedos entrelazados sobre el regazo, mientras el emisario —mi caballero, mi sombra— es arrastrado hasta el centro del salón con las muñecas encadenadas y la cabeza erguida, como si la humillación no tuviera poder sobre él.
El enemigo ha decidido mostrarme su victoria. Y lo hace con un gesto elegante, casi teatral: el sonido del hierro al chocar contra el suelo, el resplandor del sudor en la frente del prisionero, el leve temblor en sus labios cuando me ve y no dice nada. En su silencio hay una súplica que no pide clemencia, sino memoria. Y yo la escucho.
—Névara —dice el general que lo ha traído—, este hombre ha violado los límites del pacto. Ha cruzado las fronteras con tu sello, y eso lo convierte en traidor.