268. Te marcaron.
El silencio pesa sobre las columnas del salón como un manto húmedo, denso, casi palpable. El atentado ocurrió hace apenas unas horas, y todavía el eco del caos vibra en los corredores: los pasos apresurados, las órdenes susurradas, el metal arrastrándose sobre el mármol. Pero ahora solo quedamos él y yo.
El emisario descansa sobre la cama, el pecho descubierto, la piel pálida interrumpida por una mancha oscura que se extiende desde el hombro hasta la clavícula. La herida no es mortal, pero sí cruel: una línea oblicua, como una firma escrita con furia. No sé si tiembla por el dolor o por la fiebre. Su respiración es irregular, y cada exhalación deja un leve rastro de vapor que se disuelve antes de alcanzar el aire frío de la habitación.
Me acerco sin hacer ruido. Mis manos aún huelen a hierro, a fuego, a miedo contenido. He pasado el día ordenando castigos, haciendo preguntas, mirando a los hombres que juran lealtad mientras esconden dagas bajo sus lenguas. Pero ahora, frente a él, tod