270. La velada interrumpida.

La noche huele a vino y a promesas rotas.

El banquete se extiende como un océano de oro y sombras bajo las lámparas suspendidas del techo, que titilan como estrellas cautivas en una bóveda de humo. A mi alrededor, los consejeros y los capitanes fingen armonía: brindan, sonríen, mienten con la naturalidad de quien ha hecho del engaño una plegaria diaria. Yo también sonrío, con los labios pintados de un rojo más peligroso que el veneno, y dejo que mi voz flote entre ellos como un perfume que los envuelve y los adormece.

El emisario, aún convaleciente, está sentado a mi derecha. El caballero, liberado pero marcado, permanece en pie tras mi silla, silencioso como una sombra que no olvida su lugar. Y frente a mí, la doncella de fuego sostiene la copa con una tensión que no logra disimular. La observo, y en su gesto hay un temblor que no es del miedo, sino de algo más hondo, más humano: la sospecha.

Todo parece calmo. Demasiado calmo.

—A vuestra salud, mi reina —dice uno de los señores del
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