266. Dicen que el fuego no se enseña.
El fuego nunca llega con estruendo. A veces nace en silencio, apenas un parpadeo sobre la piel del aire, un temblor que no se anuncia, y sin embargo lo cambia todo.
Esa noche, cuando abro las cortinas del pabellón interior, el resplandor de las lámparas de aceite se curva sobre el lecho como una marea de oro tibio. La habitación está en calma, pero en esa calma hay expectación, una de esas tensiones que no provienen del peligro sino de lo que está a punto de revelarse.
Ella me espera de pie junto a la ventana. Es pequeña, de movimientos contenidos, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos encendidos como brasas. Su cabello, todavía húmedo del baño ritual, huele a resina y ceniza dulce. Le tiembla apenas la respiración. No sé si es miedo o deseo, y quizás no hay diferencia.
—¿Sabes por qué te he llamado, Aen? —pregunto sin acercarme, dejando que mi voz se deslice por la habitación como un hilo que la envuelve.
—Para serviros, mi señora —responde, bajando la cabeza, pero su voz