26. Fuego bajo la piel.
Despierto en un silencio espeso, envuelta por el murmullo del viento que atraviesa el follaje como un suspiro antiguo y por el calor todavía vivo de un cuerpo que no me pertenece, pero que tampoco me ha reclamado como suyo. Su respiración es lenta, profunda, marcada por una calma que no suele acompañar a los lobos solitarios, y su brazo descansa sobre mi cintura con una ligereza que no reconozco en quienes han intentado retenerme antes. No hay cadenas mordiendo mi piel, no hay promesas disfrazadas de órdenes, no hay heridas frescas que ocultar. Solo la memoria cálida de un deseo que, por primera vez en mucho tiempo, no fue castigo ni transacción, sino una entrega mutua sin que ninguno de los dos buscara someter al otro.
La noche anterior fue distinta a todas. No ardió como penitencia, no se abrió como cicatriz, no exigió que pagara un precio. Fue humana, sí, pero también fue loba. Fue un momento suspendido fuera de la historia que cargo sobre mi espalda, y por eso mismo, fue libre.
Y