246. El precio del placer.
Hay hombres que creen que todo puede comprarse, que el poder se mide en monedas, en ejércitos o en territorios, y aunque yo he visto suficientes tronos derrumbarse como para saber que esas cosas pesan menos de lo que parecen, también he aprendido que la codicia de los hombres nunca descansa, que siempre habrá alguien que exija un precio, alguien que quiera recordar que la fidelidad no es un derecho, sino un favor.
Él entra en mi cámara sin anunciarse, como si el palacio entero le perteneciera, y aunque mi primera reacción es de enojo, lo dejo avanzar porque sé que su presencia aquí no es un accidente, sino una declaración de dominio. Sus botas resuenan sobre el mármol como un tambor de guerra, y cuando se detiene frente a mí, me mira con una mezcla de arrogancia y hambre que ya no disimula.
—Sabes lo que quiero —dice, sin rodeos, y su voz es grave, áspera como una piedra que raspa la piel.
Lo observo con calma, dejando que mi silencio pese más que cualquier respuesta. Reclinada en mi