245. Espías y amantes.
La noche se abre ante mí como un tapiz de sombras bordado con hilos de oro por las lámparas que cuelgan del techo, y mientras el murmullo de la corte se desvanece en los corredores lejanos, sé que las verdaderas conspiraciones no ocurren en los salones llenos de testigos, sino aquí, en la intimidad donde la piel se vuelve juramento y el susurro reemplaza al decreto.
He descubierto que dos de los hombres que dicen estar a mi servicio llevan meses ofreciendo sus oídos a otro amo, y en vez de gritar su traición, en vez de llamar a los guardias y arrancarles confesiones con métodos burdos, decido lo que siempre he sabido hacer mejor: envolver la mentira en deseo, abrirles un juego del que no podrán escapar sin mostrar su verdadero rostro.
Me recuesto entre cojines de seda roja, el vestido abierto lo suficiente para insinuar más que lo que revela, y cuando los hago llamar, aparecen con la sumisión fingida de perros bien entrenados, inclinando la cabeza, evitando mis ojos como si no supier