241. La intrusa en la cama.
No hay traición más amarga que la que se trama bajo la seda de un lecho, porque allí las armas no son espadas ni venenos, sino labios que mienten dulcemente y cuerpos que prometen sin vergüenza. Lo comprendo apenas cruzo el umbral de la estancia y mis ojos se topan con la figura que no debería estar allí, sentada sobre mi cama como si fuera suya, cubierta apenas con un velo que cae torpemente sobre sus hombros y deja a la vista una piel demasiado expuesta para que se excuse en la inocencia. Ella, la condesa rival, ha elegido esta noche para desafiarme donde más duele, y sonríe con ese gesto torcido que pretende ser seducción, pero que en mí sólo despierta la cólera que sé disimular con una sonrisa aún más peligrosa.
El emisario está de pie, rígido, junto a la ventana, como si no supiera si apartar la mirada o unirse al juego. Lo observo con calma, aunque mi corazón late con la furia contenida de una fiera acorralada, y camino hacia él con pasos lentos, calculados, dejando que mis cade