242. La fiesta de la discordia.
El salón brilla con el fulgor de los candelabros, la plata bruñida refleja las luces como si fueran pequeñas lunas atrapadas en las copas de vino, y el murmullo de las voces se entrelaza con la música discreta de los laúdes que se esfuerzan por sonar alegres, aunque debajo de esas notas flota la tensión, invisible y espesa, como un humo que todos respiramos sin atrevernos a nombrarlo. Camino entre las mesas con la seguridad que me da saber que cada mirada se posa en mí, algunas con admiración, otras con deseo, muchas con odio disfrazado de cortesía; y yo las recibo todas, porque cada una me alimenta, cada una es un arma que sé usar a mi favor.
El emisario está a mi derecha, impecable en su porte, pero me mira con ese gesto apenas contenido de advertencia, como si supiera que esta noche es un campo de batalla y que yo, como siempre, camino hacia el filo con los labios pintados de rojo y la sonrisa lista para herir. Me inclino hacia él, dejando que mi perfume lo roce antes de que mis pa