240. No juegues conmigo, Névara.
Me encuentro frente a él, y siento que el silencio que nos rodea no es un vacío, sino un campo magnético que nos atrae y nos obliga a rozarnos incluso antes de tocarnos; sus ojos oscuros me siguen como si en ellos se agitara una tempestad que aún no se desata, y yo, consciente de ese poder que ejerzo sobre él y del que él también ejerce sobre mí, me acerco con pasos lentos, midiendo cada respiración como si cada inhalación fuera parte de un ritual que exige precisión.
Él me toma de la muñeca cuando intento pasar a su lado, no con violencia, sino con esa firmeza que sólo tienen los hombres que saben que pueden perderlo todo en un instante, y me obliga a girar hacia él, a enfrentar su mirada ardiente que me examina como si quisiera leer lo que escondo bajo mis palabras.
—No juegues conmigo, Névara —susurra con un filo en la voz que es mitad súplica y mitad amenaza contenida, y su mano sube por mi brazo hasta detenerse en mi hombro—. Te he visto danzar con sombras que no me pertenecen