235. Secretos entre jadeos.
El amanecer se arrastra lento sobre los ventanales altos, pero no es la luz dorada lo que me despierta, sino el peso de una verdad que arde en mi lengua como un veneno que no sé si debo escupir o dejar que me consuma. Mi emisario fiel duerme a mi lado, su respiración acompasada roza mi hombro, y por un instante pienso en dejarlo todo oculto, en seguir fingiendo que mi cuerpo no fue campo de otra negociación, que mis labios no sellaron un pacto en el lecho del enemigo, pero la mentira no encaja en mí; se me adhiere como una máscara áspera, incapaz de disimular del todo.
Me giro despacio hacia él, lo observo mientras aún duerme, y mis dedos recorren la línea de su mandíbula como si quisiera grabarla en mi memoria antes de ensuciar el aire entre nosotros. Él reacciona al roce, abre los ojos despacio, y en cuanto su mirada se posa en mí, la paz del amanecer se rompe con la intensidad de su deseo.
—Ya despierta, mi reina —susurra con la voz todavía espesa del sueño, y la manera en que me l