231. La danza del deseo.
El salón está vacío, y esa soledad lo vuelve más íntimo que cualquier cámara oculta entre cortinas, porque en la ausencia de ojos ajenos la penumbra se transforma en cómplice y el eco de nuestros pasos se convierte en música invisible, hecha solo para él y para mí. Las antorchas en las paredes tiemblan con llamas doradas que dibujan sombras largas, y yo camino despacio, con el vestido arrastrándose detrás de mí como un río oscuro que anuncia mi llegada. Él me espera en el centro, con el porte recto de un emisario que jamás pierde la compostura, pero sus ojos me delatan: hay un brillo que no pertenece a la política ni al deber, un resplandor que nace únicamente de la expectativa de lo prohibido.
—¿Un salón vacío para dos? —pregunta con media sonrisa, fingiendo desinterés, aunque sus manos crispadas delatan lo contrario.
Me acerco y detengo mis pasos justo frente a él, tan cerca que su respiración me roza los labios. Mi sonrisa es lenta, calculada, sensual.
—Un salón vacío… o un escenar