232. El despertar en calma.

El amanecer se cuela tímido por las rendijas de las cortinas, tiñendo de un dorado suave las sábanas que aún conservan el aroma de la noche anterior, ese perfume de piel mezclada, de deseo consumido y a la vez apenas encendido, porque en mí no existe el olvido cuando se trata de él y de la manera en que su cuerpo se queda grabado en el mío como si las horas no fueran suficientes para saciar lo que provocamos juntos.

Me despierto primero, y lo observo, recostado de lado, con el pecho subiendo y bajando en un ritmo sereno, los labios entreabiertos, el cabello revuelto cayéndole sobre la frente como una sombra dulce que le resta severidad a su porte habitual; lo miro y sonrío con esa calma extraña que no conocía antes de él, esa sensación de que incluso la quietud es un regalo cuando su cuerpo está a mi lado.

Me acerco, despacio, y apoyo la palma sobre su pecho, sintiendo el calor que irradia, la firmeza de sus músculos relajados bajo mi mano, y lo acaricio con un roce lento, casi perezo
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