No hay luna esta noche, y eso me favorece. El cielo se ha vestido con un manto espeso de nubes que cubren hasta el último rastro de luz, como si incluso las estrellas hubieran decidido apartar la mirada, negándose a ser testigos de lo que estoy a punto de hacer. La oscuridad respira conmigo, se estira sobre el terreno, se cuela en mis pulmones y me recuerda que en este momento no soy presa, sino sombra, y que las sombras no piden permiso para moverse.

La reunión de clanes se celebra en un claro cercano a las montañas del norte, un lugar elegido para que la voz de los alfas se mezcle con el viento y lleve su eco a kilómetros, bajo carpas bordadas con hilos de plata que relucen cuando el fuego de las antorchas las alcanza, rodeadas por centinelas que giran la cabeza al menor ruido, olfateando la humedad y el musgo como si pudieran atrapar cualquier amenaza antes de que cruce el umbral. Pero yo no soy una amenaza. No para ellos. No todavía. A sus ojos, soy otra beta exótica, un animal su