21 · El canto de los dientes.

El bosque parece pronunciar mi nombre sin voz, como si cada crujido de rama bajo mi pie descalzo fuera un eco que me llama, como si cada ráfaga de viento que serpentea entre los troncos y me acaricia el cuello llevara en su aliento un susurro antiguo, un recuerdo de todo lo que aquí se quebró y de todo lo que aquí aprendió a morder. Camino despacio, hundiendo la planta en la tierra húmeda, sintiendo cómo la piel absorbe la memoria tibia de los que sangraron, de los que huyeron con los ojos abiertos de miedo, de los que se arrodillaron creyendo que así salvarían algo… sin saber que a veces hincar la rodilla es firmar un pacto con la muerte. Yo me arrodillé una vez. Nunca más.

Sé que él está cerca antes de verlo.

Lo sé por cómo cambia el aire: se vuelve espeso, pegajoso, como si quisiera quedarse dentro de mi boca, como si el bosque mismo contuviera la respiración. Sé que lo respiro porque el hierro me araña la lengua y el sudor masculino, viejo y rancio, me cubre el paladar como un mal
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