167. El beso envenenado.
La noche se derrama como un vino espeso sobre las paredes de esta habitación que tantas veces ha sido mi prisión y mi templo, y en el aire aún flota el eco de los gemidos anteriores, un murmullo invisible que impregna las sábanas húmedas, las cortinas entreabiertas, mi piel marcada por la violencia que me arranca a gritos pero que al mismo tiempo me sujeta como si yo fuera la única tabla que le impide hundirse en su propio abismo. El conspirador duerme a medias, con un ojo cerrado y el otro entreabierto como si jamás pudiera permitirse un descanso completo, y yo, con la respiración todavía irregular, me levanto con suavidad, desnuda, dejando que el frío de la piedra me recorra los pies hasta subir lentamente por mis muslos, un contraste helado que me despierta los pensamientos más peligrosos.
En la mesa cercana reposa la copa que ordené traer horas antes, un cáliz de plata con bordes tallados en forma de serpientes que se muerden la cola, y junto a ella, en una pequeña ampolla escondi