168. La copa derramada.
El vino se desliza por mi cuello como un río oscuro que me incendia la piel, tibio y pegajoso, resbalando hasta perderse entre mis pechos mientras sus labios siguen atrapados en los míos con una avidez que roza la desesperación, como si con cada beso quisiera asegurarse de que aún estoy aquí, aún soy suya, aún no me he desvanecido en el veneno que late entre nosotros. La copa tiembla en nuestras manos, inclinada en un ángulo imposible mientras nuestros cuerpos chocan una y otra vez, mi espalda arqueada contra la mesa, sus caderas golpeando con una furia que se confunde con el hambre y con la sospecha, porque sé que detrás de cada gemido suyo se oculta una pregunta que aún no se atreve a pronunciar.
Lo miro con los ojos entrecerrados, la boca entreabierta buscando aire, y siento que todo lo que hemos sido se condensa en este instante: verdugo y víctima, amante y traidor, dos bestias atadas por el deseo y por la certeza de que uno de los dos debe caer. Él gruñe en mi oído, su voz ronca,