162. El banquete de los condenados.
La música se eleva en ondas espesas que recorren el salón como un perfume invisible, y cada nota de las flautas, cada golpe de tambor, parece retumbar contra las copas rebosantes de vino rojo, ese vino oscuro que mancha labios y lenguas y despierta en los cuerpos un calor húmedo que no tiene que ver con el clima sino con la lujuria que fermenta en el aire. El festín es un océano desbordado: mesas largas repletas de carnes brillantes, frutas abiertas que exudan su jugo como heridas dulces, panes rotos a mordiscos, y en medio de todo, yo, vestida de sombra y escarlata, con un velo que apenas cubre lo necesario para provocar, con un andar que corta las conversaciones y enciende las miradas, con una risa que se derrama como veneno suave sobre los oídos de quienes ya no distinguen entre deseo y temor.
Todos me observan, incluso aquellos que pretenden ignorarme, incluso las esposas que clavan uñas en las muñecas de sus maridos, incluso los aliados que murmuran en rincones oscuros creyendo q