161. Juramento de piel.
Las velas arden en círculo, su luz oscila y proyecta sombras que parecen bailar sobre los muros cerrados de la cámara, como si quisieran presenciar el ritual secreto que está por iniciarse. El aire está cargado con el aroma denso de hierbas trituradas, mezcladas con vino derramado y algo más oscuro que late en el centro de la estancia: un cuenco de hierro donde el fuego chisporrotea bajo las brasas encendidas. Yo me encuentro de pie, con la piel desnuda expuesta a su mirada, los brazos extendidos hacia atrás y sujetos por cintas de cuero que no son necesarias —porque si quisiera escapar, ya lo habría hecho— pero que me colocan en ese lugar ambiguo entre prisionera y ofrenda.
Él me observa, apoyado en el filo de la mesa donde descansan cuchillas, punzones y un hierro al rojo vivo que espera ser usado. Su mirada es fuego puro, celos acumulados, rabia contenida, deseo que lo envenena y que me quiere marcar como se marca un animal. Y aun así, yo sonrío, porque sé que todo intento de posee