143. La marca del verdugo.
El espejo me devuelve una imagen que casi no reconozco, porque mi piel está encendida, mis labios brillan con un rojo que no proviene solo del carmín, y mis ojos parecen sostener todavía el fulgor febril de la noche anterior. Camino descalza sobre la alfombra, sintiendo la textura áspera que contrasta con la suavidad ardiente de mi piel, y cada paso es un recuerdo, cada roce contra mis muslos me devuelve a las manos que no pedí pero que busqué, al filo de un deseo que me ha dejado temblando y marcada.
El aire en la habitación todavía huele a incienso y a hierro, un aroma extraño que se adhiere a mi garganta como un secreto que no quiere soltarme. Yo sé que lo que ocurrió anoche no fue simplemente una danza de cuerpos hambrientos; hubo algo más, algo que se grabó en mí con una violencia ceremoniosa. Y lo sé porque, cuando deslizo mis dedos por mi cuello, encuentro una marca que no parece un simple moretón: es un trazo perfecto, curvado, como si la piel hubiera sido dibujada con fuego.