El lecho que debería ser refugio se convierte esta noche en escenario y tribunal, en altar y trampa, en trono donde el deseo se enreda con la ambición y cada respiración se mezcla con el cálculo frío de las promesas que arranco y los juramentos que sé que se romperán en cuanto mis piernas dejen de apretar sus cuerpos, porque la lealtad de los hombres nunca ha sido más fuerte que la fiebre que los consume cuando se hunden en mí.

Me siento en el borde de la cama, con una copa de vino entre los dedos y la tela roja de mis ropas cayendo en pliegues que parecen llamas a la luz temblorosa de las velas. Ellos entran uno a uno, como si fuesen piezas de un juego que controlo con un solo movimiento de mi mano, y yo los observo con esa calma que precede al incendio.

—Estás hermosa esta noche, Névara —murmura Kael, con la voz baja, el cabello húmedo todavía por la lluvia de afuera, la mirada que intenta esconder el hambre detrás de un respeto que nunca fue real.

—Hermosa lo soy siempre, Kael —res