12. El jardín donde no duele.
El aire aquí tiene otro peso, otro sabor, una temperatura que no se parece a nada que haya respirado en días, quizá en meses. No es la humedad pegajosa que se aferra a las paredes de piedra bajo tierra, no es ese olor agrio de encierro y sudor acumulado que se filtra incluso en los huesos, ni el silencio opresivo que amplifica el eco de un grito ahogado. Aquí, en este rincón secreto que parece suspendido fuera del tiempo, el cielo apenas se asoma entre enredaderas antiguas, gruesas como brazos, y ramas retorcidas que dibujan sombras largas sobre el suelo cubierto de hierba alta y flores marchitas que todavía conservan perfume. El aire es blando, tibio, como si cada inhalación acariciara las grietas de mi pecho y aliviara dolores que ni siquiera sabía que estaban allí.
Derek camina unos pasos por delante, sin girarse, sin tocarme, sin pronunciar palabra. No hay guía física, pero su presencia es suficiente para que los pasillos ocultos se revelen a su paso, como si el lugar mismo lo rec