14. El jardín donde no duele.

El aire sabe distinto en esta parte de la aldea; no es el encierro húmedo de las celdas subterráneas, donde cada respiro arrastra polvo viejo y el sabor metálico del miedo, no es el sudor que se agarra a la piedra ni el eco frío del dolor que se repite una y otra vez contra las paredes, devolviendo siempre la misma respuesta muda; aquí arriba, bajo un cielo que apenas se adivina entre enredaderas antiguas y copas retorcidas de árboles que parecen haber visto siglos, el aire tiene otro peso, más blando, más tibio, como si al respirarlo me aliviara un dolor que ni siquiera sabía que estaba ahí, escondido, en alguna grieta de mí que me había acostumbrado a ignorar.

Derek camina delante de mí, sin apuro, en un silencio que no es de distancia sino de espera; no me toma del brazo ni me guía como quien conduce a una cautiva, pero su presencia abre pasajes que yo no sabría encontrar sola, como si conociera cada recoveco de este lugar con los ojos cerrados, como si la misma tierra lo reconocie
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