112. Lenguas de fuego y promesas rotas
El aire huele a humo, ceniza y carne abierta; respiro y cada inhalación me quema como si mis propios pulmones fueran parte de esa hoguera que devoró lo que alguna vez llamamos refugio, y sin embargo, sigo de pie, con las piernas manchadas de polvo, con las manos heridas, con la boca seca y un sabor metálico que no sé si viene de mi propia sangre o de los besos arrancados anoche por el Forastero, que aún resuenan en mí como una lengua ajena que nunca me abandona. El santuario está en ruinas, convertido en un cementerio sin nombres, y cuando mis pies tropiezan con un cuerpo mutilado, mis dedos, temblando, encuentran el frío de un arma olvidada entre la carne; no es más que un cuchillo mellado, su filo apenas sirve para cortar aire, pero al tomarlo siento que sostengo algo más que hierro oxidado, sostengo la memoria de los que ya no respiran, sostengo la furia que me mantiene despierta cuando todo a mi alrededor suplica por sueño eterno.
Meira está allí, entre las sombras que la ceniza d