113. Pactos sellados con sudor y sangre.
El aire está cargado de ceniza y de un perfume metálico que se pega en la garganta como si alguien me obligara a beber hierro líquido, y cuando lo veo aparecer desde la penumbra, con las cicatrices frescas que cruzan su pecho como un mapa escrito con cuchillos, sé que el precio que paga por mi llamado no es menor que el mío, y aun así sonríe con esa curva casi burlona en los labios, como si el dolor lo excitara o como si el sufrimiento fuera la única lengua que compartimos.
—Así que vuelves —susurro, aunque no hay sorpresa en mi voz, solo un cansancio ardiente, el mismo que se enciende en mi vientre cuando sus ojos me recorren como quien mide lo que aún le pertenece.
Él se acerca despacio, sus pasos son un compás que me arrastra, cada sonido de su bota sobre la piedra quemada me clava más hondo la certeza de que nada de lo que he hecho hasta ahora ha sido mío, que soy suya incluso cuando lo niego. Su mano toca la herida en su costado, los dedos manchados de sangre seca, y entonces res