111. Bajo piel ajena.
Despierto con el sabor metálico de la sangre aún en la lengua, como si mis labios hubieran besado la herida de la tierra misma, y me toma un instante comprender que no es solo la sangre lo que me pesa en la boca, sino también el eco del Forastero latiendo todavía dentro de mí, expandiéndose en oleadas que se confunden con mis propios latidos, como si mi cuerpo hubiese dejado de pertenecerme del todo y ahora me vistiera con una piel ajena, sedosa y oscura, que me fortalece pero me corroe, que me salva y me consume en el mismo movimiento.
El santuario es ahora un campo de ruinas abiertas, muros caídos que dejan entrar el frío nocturno como lenguas que lamen la carne herida de los sobrevivientes; escucho sollozos en la penumbra, gemidos contenidos, respiraciones rápidas que no saben si celebrar la vida o temer la próxima muerte. Camino entre ellos con el cuerpo aún impregnado del calor del Forastero, con las piernas temblando por la entrega desesperada que me arrebató algo más que placer