110. El filo entre el amor y la condena.
La traición no llega como un grito que rompe el aire, sino como un murmullo que se cuela en las grietas de mi confianza, suave, insidioso, casi imperceptible, hasta que de pronto me doy cuenta de que ya no puedo respirar con el mismo aire de antes, porque huele a sangre, a ceniza y a mentira. Estoy sentada en el santuario, mi piel aún tibia por las huellas que horas antes otros cuerpos dejaron en ella, cuando escucho el rumor de pasos que no deberían estar allí, pesados, armados, marcados por un ritmo que no pertenece a los míos. Me pongo de pie, el corazón golpeándome las costillas como un puño cerrado, y de pronto todo lo que había intentado sostener se me derrumba de golpe, porque lo veo claro: alguien me ha vendido, alguien que bebió de mi boca y se estremeció contra mi pecho, alguien que fingió que la lealtad se podía jurar en un gemido.
—No... —mi voz apenas es aire, un hilo roto que se apaga en la penumbra.
El Forastero me mira, y en su mirada no hay sorpresa, sino ese gesto ex