Despertar en un hospital nunca es algo sencillo. La primera impresión es la frialdad de las paredes, esa blancura impoluta que parece querer borrar cualquier rastro de vida. La segunda es la soledad que todo lo envuelve. Aunque Rosa estaba allí, sentada en una silla incómoda junto a mi cama, lo primero que sentí fue esa sensación amarga de estar atrapada en un lugar que no me pertenecía.
Moví la cabeza apenas, con pesadez, y Rosa reaccionó de inmediato.
—¡Isa! —exclamó con alivio, levantándose rápido y acercándose—. ¿Cómo te sientes?
Quise responder con un "bien", pero la palabra se quedó atorada en la garganta. Lo único que logré fue un gesto débil, una mueca que parecía sonrisa pero que no era más que cansancio.
Rosa me acarició el brazo como si yo fuera una niña enferma, y esa ternura me quebró un poco por dentro. Yo, que siempre había intentado mostrarme fuerte, ahora estaba reducida a un cuerpo débil en una cama de hospital.
El sonido de la puerta abrió la escena. El doctor Aleja