No supe en qué momento las palabras empezaron a perder sentido y se convirtieron en golpes directos al pecho. Estábamos sentados en aquella terraza de la cafetería, frente a frente, como si el tiempo hubiera retrocedido a nuestros días de complicidad, pero no había complicidad, ni ternura, ni esa chispa que solía habitar en su mirada. Sólo quedaba el eco de lo que fuimos y una distancia que parecía insalvable.
—Isa… —dijo Matías con un suspiro cargado de fastidio—. Esto no tiene caso.
Lo miré, intentando atrapar algo en sus ojos, una señal, una grieta, una chispa mínima que me dijera que aún podía quedarme allí, que aún tenía un lugar en su vida. Pero su expresión era dura, impenetrable, como si cada palabra que yo pronunciara solo sirviera para alejarlo más.
—Perdóname —murmuré, con un hilo de voz que apenas se sostenía. Me escuché pedir disculpas otra vez, y otra, como si fueran cuentas de un rosario que no terminaba nunca. Perdóname por lo que dije, por lo que hice, por lo que nunc