La mañana en el hospital fue distinta a la anterior. No amanecí con sobresaltos ni con lágrimas contenidas. Simplemente abrí los ojos y vi el mismo techo blanco de siempre, esa claridad que parecía absorber cualquier emoción. Había silencio en el pasillo, apenas interrumpido por el sonido lejano de un carrito de enfermería.
Me incorporé un poco sobre la cama, sintiendo todavía el cuerpo pesado, pero no tanto como ayer. Rosa seguía allí, sentada en la silla de siempre, con el cabello recogido de cualquier manera y los ojos semicerrados por el cansancio. Se había quedado conmigo toda la noche. Al notar mi movimiento, despertó sobresaltada.
—Isa, ¿ya estás despierta? —preguntó con alivio.
—Sí —respondí con voz baja.
—¿Quieres que pida el desayuno?
Negué con la cabeza, aunque sabía que tarde o temprano tendría que comer. Rosa suspiró, resignada, y se levantó para estirarse un poco.
Pasó un rato antes de que el doctor Alejandro apareciera en la puerta. Entró con su andar tranquilo, llevand