El aeropuerto de Londres estaba abarrotado de gente, pero yo apenas podía escuchar los murmullos. Mis pasos eran automáticos, como si alguien más guiara mis pies. El boleto de avión en mi mano estaba arrugado por la presión de mis dedos. Tenía miedo.
El miedo no era al vuelo en sí —había viajado muchas veces—, sino a la idea de que algo pudiera suceder antes de despegar. Desde que bebí aquel café en el lobby del hotel y mi cuerpo se desplomó en síntomas de envenenamiento, no podía dejar de pensar que alguien me seguía de cerca. Que cualquier gesto amable escondía un propósito oscuro. No dejaba de pensar que estaba en el terreno de Sarah y qué yo aquí no podía protegerme. Mientras avanzaba por la fila de seguridad, sentía cómo la piel de mi cuello se erizaba. “No mires atrás”, me repetí, aunque mis ojos se desviaban hacia cada desconocido que se acercaba demasiado. Cada roce accidental me parecía una amenaza. Finalmente entregué el pasaporte, pasé el control, encont