Abrí los ojos y me encontré con el mismo techo blanco que había visto durante años, pero en aquella mañana era diferente a los demás días, más lejano, más frío, como si no perteneciera a la misma casa donde había crecido. El cuerpo me pesaba como si llevara cadenas atadas a cada extremidad, y aun así, no había lágrimas en mis ojos. No podía llorar. Ni una sola lágrima había salido desde lo ocurrido en el parque. Era como si todo mi dolor hubiera quedado suspendido en una esquina de mi pecho, inmóvil, rehusándose a tomar forma.
No quería levantarme. No quería enfrentarme al día. Ni siquiera quería pensar. Solo me quedé ahí, en la cama, con la mirada perdida y la respiración lenta. Una parte de mí esperaba que Rosa tocara la puerta como siempre, con ese tono dulce que nunca me había fallado. Y no me equivoqué.—Señorita… —su voz sonó con cautela—. Le traje el desayuno, ¿puedo pasar?No respondí de inmediato. Tal vez, en el fondo, esperaba que se fuera y me dejara en paz. P