Cruce de Dos mundos Ancestrales
Cruce de Dos mundos Ancestrales
Por: Coral
Graduación

Aimunan

​Después de los cuatro meses de pasantía, donde literalmente viví con una paranoia constante, habían transcurrido ya casi seis meses. La rutina de estos últimos tiempos me había devuelto una calma que creí perdida: ya no sentía esa mirada escrutadora. Hasta hoy.

​Hoy era nuestro acto de grado. Estaba sentada junto a mi amiga Trina Febles en la tercera fila del teatro, el corazón hinchado de orgullo. Nos habían anunciado que la apertura de esta sexagésima Promoción de Ingenieros estaría a cargo del líder del megaproyecto "SUELO SUR".

​Era el día. Cinco años largos de alquiler compartido en la capital, de apuros y sacrificios junto a Trina, todo para honrar el esfuerzo de nuestros padres. Marina y Damián, Elisa y Luis... Ellos nos habían apoyado desde lejos, y por ellos valía la pena cada noche de desvelo.

​Los aplausos me sacaron de mi ensimismamiento. Los profesores sonreían desde el podio, cómplices de cientos de sueños cumplidos.

​Y entonces, el presentador anunció: "Demos la bienvenida al líder empresarial internacional y director del Proyecto 'SUELO SUR', el señor Alexander Lee."

​Fue solo escuchar su nombre. Un click en el fondo de mi mente. Automáticamente, mi cuerpo entró en modo alerta. La piel de gallina no era por la emoción, sino por un escalofrío que me subía desde la base de la columna. La vieja paranoia había vuelto.

​Si así fue con solo escuchar su nombre, verlo fue paralizante. La imponencia de ese hombre era irreal. Su traje, su físico, su altura y la actitud. No caminaba, desfilaba con una elegancia tan fría que evocaba un invierno que nunca había presenciado. Parecía que nadie más existiera a su alrededor. Lo comprobé al mirar a mis compañeros: hasta los hombres se habían eclipsado por su presencia.

​Su mirada era penetrante, incluso a diez metros de distancia. Una vez en el podio, Alexander Lee comenzó a observar la audiencia, moviendo los ojos de derecha a izquierda como si estuviera mapeando un terreno. Todos le seguimos el movimiento, incluyéndome. Entonces sentí que se detenía.

​Su enfoque, aunque breve, fue directo. Tres segundos que se sintieron eternos. Las chicas del frente comenzaron a susurrar, ruborizadas, creyendo que la mirada era para ellas. Era de esperarse.

​Pero para mí, fue un desafío familiar. Después de cinco años donde cada exposición era una tortura, había aprendido a sostener la mirada de cualquiera. Lo hice ahora. Pero la extraña sensación no se disipó. Era más que respeto; era el presentimiento de algo oscuro.

​Comenzó a hablar, dándonos la bienvenida a nuestro nuevo mundo profesional. Concluyó anunciando que su proyecto solo seleccionaría a los dos mejores de Ingeniería Geológica—Emmie y Marcos. Aplaudimos de corazón por su merecida suerte. Lee se retiró entre ovaciones.

​La ceremonia transcurrió hermosa. Luego, dos horas de fotos y despedidas en el jardín. La tarde se desvaneció entre la cena con nuestros orgullosos padres frente al malecón del Gran Río, donde no faltaron las anécdotas y los consejos. A las ocho de la noche, ellos regresaron a nuestro apartamento para disfrutar de la tranquilidad, mientras Trina y yo nos vestíamos para la fiesta.

​Con veintitrés años y mi carrera terminada, mi vida adulta comenzaba. Ir por más, ese era el plan.

​Llegamos al salón de gala del hotel. Nos unimos a la multitud, capturando el momento con nuestros vestidos negros entallados y fluidos. A las nueve, la música de Project Infinity nos confirmó: la Generación Z ama la electrónica y a los ochenta. La noche prometía ser inolvidable.

​A medianoche, justo cuando la euforia era máxima, un camarero se acercó. Me entregó una copa de champagne y una pequeña nota doblada.

​Desdoblé el papel. Tres líneas. Una pregunta:

​¿Son nuestros mundos compatibles?

​Deseo conocer la respuesta, a tu tiempo.

​A.L.

​Mi estómago se contrajo violentamente. Esa sensación. Había regresado. Le dije a Trina que necesitaba tomar aire y me dirigí a la barra, observando la copa como si contuviera veneno.

​—Disculpe, ¿quién me envió esta bebida? —le pregunté al joven camarero.

​Con una calma desconcertante, respondió: —El señor Lee. Está observándola desde la sala de reuniones VIP.

​Levanté la mirada. Detrás del cristal ahumado, recortada contra la luz tenue, estaba su silueta indeleble.

​Alexander Lee.

​Él no solo me había encontrado. Me estaba esperando.

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