Aimunan
Una semana nos quedamos en Múnich. Fue la semana más hermosa de mi vida, una burbuja de calor y redención envuelta en el frío diciembre. Jin-Sung y yo nos dedicamos a redescubrirnos. Su toque ya no era el del CEO que controlaba, sino el del hombre que se había rendido. Cada beso, cada caricia, era un juramento no verbal tallado en la piel.
A mediados de Diciembre, regresamos a Corea. La casa se sentía diferente, llena de vida, sin el eco de nuestra ausencia. El aire en Seúl era fresco y vibrante. Jin-Sung estaba ansioso; la boda sería el 7 de enero y él ya no quería esperar. La presencia del anillo Mossiae, ese sol rosa de mi tierra, en mi dedo era una certeza pesada y dulce.
La segunda noche en nuestro penthouse en Seúl, desperté. Eran las cuatro de la madrugada. El silencio de la alta torre era absoluto.
Creí haber escuchado el correr de un riachuelo, pero era imposible. Mis sentidos, sin embargo, estaban hipersensibles; podía oler la brisa fría colándose por la vent