Astrid siguió a Arion, cada paso una mezcla de cautela y una curiosidad que crecía en su pecho. Al llegar a la capital, la magnificencia del castillo élfico la envolvió; no era la opulencia ruidosa de Eldamar, sino una belleza arraigada, orgánica, que parecía respirar con el bosque. Fue presentada como una invitada especial del tercer príncipe, Arion, una designación que la hizo sentir a la vez honrada y extrañamente expuesta. Le asignaron una doncella personal, una elfa de ojos amables y movimientos silenciosos, quien la guio al palacio de invitados.
La habitación que le ofrecieron era más que enorme; era un santuario. Una sala privada, un baño que prometía alivio, una cama tan vasta que se sentía como un mar de comodidad, y un jardín secreto que susurraba promesas de paz. Era un contraste tan abrumador con las celdas de su pasado, o incluso con la fría opulencia de su antiguo hogar, que Astrid sintió una punzada de incredulidad. ¿Era esto real? ¿Podría permitirse sentir seguridad? La doncella, con una reverencia, le informó que le traería la cena cuando estuviera lista. Justo cuando la elfa se disponía a deslizarse por la puerta, Astrid la llamó, su voz un susurro que apenas rompió el silencio reverente del lugar. —Espera un momento. —La doncella se detuvo, su mano aún en el picaporte, y se giró con una paciencia que desarmó a Astrid. —Dígame, señorita. —Su tono era suave, sin rastro de impaciencia. Astrid vaciló. La pregunta se formó en sus labios, pero una vieja costumbre de suprimirse a sí misma la detuvo por un instante. Luego, el hambre de conocimiento, más fuerte que cualquier pudor, la impulsó. —¿Hay alguna biblioteca por aquí cerca? —preguntó, la palabra "duda" no era suficiente para describir la mezcla de esperanza y la sutil aprensión de pedir algo tan personal. Su mirada, por un instante, buscó la aprobación en los ojos de la doncella. Una cálida sonrisa apareció en el rostro de la elfa. —Sí, señorita. ¿Le gustaría que la lleve ahora mismo? —La oferta fue genuina, libre de cualquier juicio. Un alivio casi físico recorrió a Astrid. —Sí, por favor. —Su voz se elevó con una urgencia apenas contenida. Necesitaba, con cada fibra de su ser, empaparse de saber. Necesitaba comprender a los elfos, sí, pero sobre todo, necesitaba desentrañar el misterio de su propio poder, esa magia que Arion había sentido, que latía en sus venas como un corazón recién despertado. —Sígame, señorita. —La doncella la guio por pasillos que parecían hechos de luz de luna y madera antigua, hasta llegar a la biblioteca real. Lo que se abrió ante los ojos de Astrid no era solo una habitación; era una catedral de conocimiento. Estanterías que se alzaban hacia el techo como árboles milenarios, repletas de volúmenes que parecían contener el eco de siglos. El lugar estaba dividido en pisos, un laberinto de sabiduría que, lejos de ser abrumador, la invitó a perderse en él. Para Astrid, estar allí era más que reconfortante; era un bálsamo para un alma herida. El aire olía a papel envejecido, a tinta y a una quietud profunda que le recordaba las raras y preciosas horas que pasaba en la biblioteca de su propio palacio. Allí, en Eldamar, los libros sobre otras razas eran escasos, casi inexistentes, pero abundaban las historias de hadas, las leyendas de su propio pueblo. Y entre ellos, había uno, "El Resurgir del Hada", una historia que, a pesar de su trágico comienzo, siempre le había infundido una extraña y persistente esperanza. Era una copia, sí, pero su esencia mágica, agradable y acogedora, siempre había trascendido la imperfección de sus páginas. Ahora, en esta biblioteca élfica, sentía que ella misma estaba a punto de escribir su propio "Resurgir". Sus dedos, casi por instinto, rozaron los lomos de los libros, buscando una conexión, una guía. Un volumen llamó su atención, su cubierta de cuero suave y el título grabado en él prometían la historia de los elfos. Y justo a su lado, como si la esperara, encontró el que más anhelaba: un tomo que describía el poder de las hadas y los elfos, sus orígenes, sus límites, sus posibilidades. Con los dos libros firmemente sujetos, Astrid regresó a la soledad de su habitación. La cena esperaba en la mesa, pero su mente y su espíritu tenían una sed más apremiante. Se sentó en la cama, el libro de magia abierto en sus manos, y comenzó a leer. Cada palabra era un sorbo de poder, un escalón hacia la comprensión. Necesitaba aprender a controlar esa fuerza interior, no solo para su propio crecimiento, sino para el oscuro propósito que aún ardía en lo más profundo de su ser. En el plazo de un año, su venganza debía cumplirse. No era un capricho, sino una promesa forjada en lágrimas y sangre. Sus planes eran claros, fríos y precisos: absorber toda la magia posible, dominar su poder con una maestría inquebrantable, y luego, iría al reino humano. Se presentaría, una figura de aparente amabilidad y gracia, permitiendo que el rey la conociera, confiara en ella, hasta que llegara el momento preciso. El momento en que su sonrisa se congelaría, y la venganza, largamente esperada, se consumiría en un acto final y definitivo. La calma en la que se encontraba ahora era solo la incubadora de la tormenta que desataría. ...Se sentó en la cama, el libro de magia abierto en sus manos, y comenzó a leer. Cada palabra era un sorbo de poder, un escalón hacia la comprensión. Necesitaba aprender a controlar esa fuerza interior, no solo para su propio crecimiento, sino para el oscuro propósito que aún ardía en lo más profundo de su ser. En el plazo de un año, su venganza debía cumplirse. No era un capricho, sino una promesa forjada en lágrimas y sangre. Sus planes eran claros, fríos y precisos: absorber toda la magia posible, dominar su poder con una maestría inquebrantable, y luego, iría al reino humano. Se presentaría, una figura de aparente amabilidad y gracia, permitiendo que el rey la conociera, confiara en ella, hasta que llegara el momento preciso. El momento en que su sonrisa se congelaría, y la venganza, largamente esperada, se consumiría en un acto final y definitivo. La calma en la que se encontraba ahora era solo la incubadora de la tormenta que desataría. La verdad se desveló ante sus ojos como una herida abierta en las páginas del tomo. Leyó sobre cómo los humanos, con una crueldad que le heló la sangre, usaban a las hadas para sus propios beneficios. El texto describía el lazo espiritual: una unión forzada que, al desposar a un hada, transfería un poder inmenso al humano, convirtiéndolo en algo mucho más formidable que un mago. Y lo más escalofriante: al morir el hada, todo su poder, cada ápice de su esencia mágica, sería transferido por completo a la persona con la que había hecho ese enlace. Un escalofrío helado le recorrió la espalda. El horror se enroscó en su estómago, apretando sus entrañas. En el Reino del Bosque Estrella Caída, nunca le hablaron de eso. La amarga comprensión golpeó a Arya. La pieza que faltaba en el rompecabezas de su vida encajó con una resonancia dolorosa. Ahora entendía por qué siempre le prohibían salir del bosque, por qué sus propios poderes eran un secreto guardado con celo. No era solo protección; era una jaula, una ignorancia impuesta para mantenerla a salvo de una verdad tan brutal. Arion, sin embargo, le había revelado una parte de esa verdad. Le había dicho que ella era alguien especial, que poseía dos dones, el poder de la luna y el de las estrellas. Uno de los dones más poderosos y poco comunes. En toda la historia del mundo, solo habían nacido dos o tres con esos dones, y el hecho de que ella naciera poseyendo ambos era algo que la hacía sumamente importante y especial.